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miércoles, abril 05, 2006  

The imp of the perverse


Hace unos años alguien muy querido me enseñó a invocar al diablo. Era relativamente fácil, aunque sospecho que los pormenores del rito habían sido sustancialmente cambiados en aras de la dramaturgia propia de aquél que invoca al diablo y sigue adelante con su vida para enseñar a otros su experiencia, es decir, alguien que ha visto la esencia del mundo y ha vuelto para mostrarla a los demás. Como el tipo ese de la caverna de Platón o un cura cualquiera. El rito consistía en pararse frente a un espejo, de noche, en la más completa oscuridad, prender una vela justo al lado, frente al espejo, y mirarla fijamente por mucho tiempo, hasta que detrás del propio reflejo aparecía ni más ni menos que el mismísimo señor de las tinieblas. El procedimiento, sin embargo, se movía en la ambigüedad de que la aparición podía ser tanto la del diablo como la del alma del que realizaba la operación, pues en la imagen que aparecía se veía, parece, una figura humana muy borrosa, cambiante de expresión, que en algunos momentos se asemejaba terriblemente al sujeto que sostenía la vela misma, el portador del fuego.

Siempre he sido fácilmente llevado al punto del terror absoluto. Recuerdo mis largas y paranóicas caminatas, hace más de 15 años, desde la Luis Ángel hasta mi apartamento en el centro, unas 10 cuadras al norte de la biblioteca, después de haber pasado unas tres o cuatro horas leyendo cuentos de Poe en la sala dos en alguna de las cabinas de lectura individuales que casi nunca se desocupaban. El placer consistía en leer hasta que algún celador con ganas descansar me indicaba que ya era hora de cerrar, antes de las 8 de la noche, y entonces tener que caminar solo, muerto de frío, hasta mi casa, perseguido por los miles de espíritus, cadáveres, espías, asesinos y asesinados sobre los que acababa de leer y que, sabía, no me dejarían en paz hasta hacer girar la llave en la cerradura de mi puerta y acostarme a ver televisión en el cuarto de mis papás. Recuerdo que subir las escaleras era uno de los peores momentos, porque siempre tenía la idea de que era el momento en el que menos opciones tendría para esconderme, controlar la situación o al menos salir corriendo súbitamente en alguna dirección.

Una noche, poco después de escuchar del rito, decidí intentarlo. En realidad no estaba buscando nada; era más bien una especie de apuesta conmigo mismo, una forma de enfrentarme y dominar el miedo terrible que siempre me ha atacado y que no me dejaba dormir en una época. El portador del fuego me miraba con ansiedad; recuerdo, sobretodo, su respiración agitada, sus constantes pero apenas perceptibles miradas hacia mi fuego, hacia aquello que prometía esconderse detrás de una simple vela blanca encendida apenas el tiempo que tarda en comenzar a derramarse la cera a lo largo de su cuerpo. Sus ojos me miraban cada vez más seguido, durante más tiempo, seguros de que algo estaba por suceder, en cualquier momento. De pronto, como si alguien detrás mío la hubiera soplado, la vela se apagó y quedé sumido en la oscuridad total, como el cuerpo sin vida de algún animal que cae en un río, de noche, y comienza a hundirse lentamente.

Jamás he sentido la soledad con tanta intensidad. Jamás me sentido tan fuera de cualquier espacio, de cualquier relación que alguno de mis sentidos pueda llegar a formar con el exterior, de una u otra manera. Jamás me había sentido, hasta entonces, despreciado por la figura que se prometía detrás mío, fuera quien fuera, ni por mi reflejo mismo, ni por la luz, el sonido, el frío... La sensación duró poco; después de algunos segundos sentí el olor del humo que subía desde la vela, un escalofrío, y la sensación de pánico creciente que reemplazaba la tristeza infinita del primer momento. La soledad es una especie de vela que se apaga tras la esperanza de una imagen que está por venir y que jamás llega: la reiteración, absurda, de que detrás del vidrio no estoy ni siquiera yo.

Permalink 1:02 a. m.



 
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