sábado, septiembre 23, 2006
Cielo
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10:03 p. m.
miércoles, agosto 09, 2006
and when it lands will my eyes be closed or open? Björk, Hypperballad
No es algo fortuito ni poco usual. Cada tanto me dejo tentar por las palabras horribles de los demás y me vuelvo un poco loco yo mismo. Cierro los ojos (como me gusta en circunstancias totalmente distintas) y me dejo llevar por el sentimiento particular que me llena y que me aprieta la garganta, el esófago. Y, como me falta el aire, los dedos y las manos se vuelven más ligeros, porque parecen moverse más rápidamente, buscando inconteniblemente la forma de librarse del asesino, y entonces lo poco que me queda de autocontrol se muere por completo. No escribo irracionalmente, sin embargo. Siento que siento cada palabra en el fondo de mi ser, y podría repetirla en cualquier otra ocasión porque es lo que pienso, porque la rabia, a pesar de todo, no me nubla tanto como parece y no me vuelvo tan loco, al menos no en ese sentido. No es a pensar distinto a lo que me lleva. Mi rabia, que es también en algún momento odio contra mí mismo, me obliga, simplemente, a escribir precisamente eso que pienso, y a mandarlo tal y como lo escribo. La rabia, esa desesperanza general, ese estar físicamente enfermo me obliga, al parecer, a mostrarme exactamente como soy, a ser todo lo que soy y que en general parece contenerse ante la visión de un mundo que no se merece absolutamente nada más. Entiendo entonces esas tristes palabras sobre el fuego que tanto escuchaba y siento ese (¿mismo?) fuego dentro de mí... Los momentos posteriores son generalmente imposibles de soportar, y me recrimino ser yo mismo, dejarme ser yo mismo y, tal vez, dejarme ver abiertamente quién soy; ver así, con los ojos abiertos. ¿No valdría más, siempre, que estuvieran cerrados?
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1:10 a. m.
sábado, julio 15, 2006
Instrucciones para morirse No mire hacia atrás. No arrastre los pies. Camine decidido sin pensarlo mucho, porque el tonto espíritu y esas ganas de vivir que no existen se esconden siempre en la duda. Dé la vuelta en la esquina y no mire a lo lejos. Baje la cabeza. Concéntrese en sus zapatos, en los huequitos por los que corren sus cordones desamarrados, en cada piedra que estaría tocando sus pies si estuviera descalzo y de la que se pierde por no estarlo. Invente un juego: imagine que camina sobre un puente de tablas tendido en un abismo y que sólo hay suelo justo allí donde pisa, justo donde la suela de sus zapatos rojos toca el pavimento mojado. Sienta miedo. Mire hacia abajo y sienta todo el miedo que pueda pero jamás levante la cabeza porque arriba, en el horizonte, hay esperanza. Escuche los carros pasar a su lado con atención. No los vea. Trate de adivinar las letras y números de las placas e imagine que son mensajes en código escritos para usted por un dios desconocido. No los entienda. Crea que en ellos se esconde el secreto de su salvación pero no los decifre; pero no porque no pueda: decida no hacerlo. Concéntrese en sus zapatos, en sus cordones, en el abismo. Sienta miedo.
El mundo no existe, y usted lo sabe. Doble de nuevo en la siguiente esquina. No levante la cabeza. Sienta la brisa del mar que llega, la arena y la sal que viene con ella, que se queda en su pelo y que jamás se va a ir. Imagine que cada grano es una hormiga y que crece en su cabeza una colonia enorme que se mueve y que martilla su cerebro. Imagine su coorodinación milimétrica: cada pata de hormiga pateando su cabeza exactamente al mismo tiempo que las demás, despacio pero decididamente, con un objetivo claro en su andar del que usted no sabe absolutamente nada; inconmensurable con su forma de ver el mundo, con todo aquello que le han enseñado desde el momento en el que, luchando contra la naturaleza, salió del vientre de su madre. Entienda la tragedia, siéntala en usted y no la deje ir.
No mire hacia atrás. Camine decidido. Sienta el agua que se va colando por los huequitos de su zapato. Piense que no está tan fría como esperaba. Escúchela subir por sus piernas, mojar su pantalón. Imaginé los peces que no verá nadando sobre su cuerpo inmóvil. Cierre los ojos. Piense en sus zapatos, en sus cordones, en las placas, en las hormigas, en el abismo. No se quite el pelo de la cara. Piense en lo que no ve. No abra los ojos pero levante la cara. Pare un segundo. Comience a caminar de nuevo y ya no se detenga nunca más. Luche contra la marea que lo empuja hacia atrás. Sienta el agua no tan fría sobre su estómago, su pecho, su cuello, su pelo. Camine. No se detenga jamás.
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11:27 a. m.
miércoles, julio 05, 2006
La primera foto La primera foto que Lucía tomó con mi vieja cámara, la cámara de mis padres, no existe. Estábamos en el bosque, a miles de metros sobre el nivel del mar y unos pocos sobre Bogotá, perdidos en un bosque de niebla y penumbra en el que dejé la mitad de mi vida. Pensábamos en tomar todo un rollo juntos con fotos de cada uno tomadas por el otro, de unos perros sucios que corrían por ahí, del pasto, de uno que otro árbol. La primera foto era de una matica larga larga que se levantaba como por arte de magia; un palo bastante precario e indefenso que parecía romperse con el paso del viento, sin hojas o ramas que lo protegieran. Lucía enfocó, cuadró la luz con el precario sistema y, en el último momento, giró la cámara unos cuantos grados hacia la izquierda sobre un eje perpendicular a la matica. Recuerdo su gesto con claridad. El mundo, sin embargo, no giró con su gesto. La matica, la superficie, las montañas que se veían a lo lejos y que eventualmente saldrían desdibujadas en la foto permanecieron quietas, justo en su sitio. Tampoco yo me moví. Un clic después estaría reflejado el movimiento de su mano, su gesto, absolutamente contrapuesto a un mundo que se resiste a ser lo que somos, a moverse con nosotros. Un clic después estaría plasmado todo lo que nos separa de cada átomo fuera de nuestra piel; todo lo que, de ninguna forma, era ella; todo.
El rollo se veló por completo, porque siempre he sido incapaz de ponerlos bien. Con él, no sólo se velaron nuestras primeras fotos juntos, sino ese gesto particular que tanto me impresonó y en el que he pensado en estos días. Sostendría la foto frente a mí, trataría de no pensar mucho y el gesto volvería una y otra vez; y entonces volvería la respuesta del mundo, la mía, y el clic eterno de una representación que jamás se acaba. Clic!
La primera foto, sin embargo, no existe.
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6:45 p. m.
domingo, junio 25, 2006
Lucía Rivera, Agüita
El mundo, al ausentarse, deja un rastro inconfundible que permanece todavía mucho tiempo. Me imagino una taza llena de café estrellada contra una pared muy muy blanca; el líquido negro que se arrastra por la superficie, despacio, viscoso... Su recorrido podría hacerse muy largo si la pared no tuviera fin, aunque debería parar eventualmente, cuando ya no existiera el líquido suficiente para abarcar más distancia; cuando la pared misma contuviera su movimiento. Así, cuando cierro los ojos y tapo mis oídos, y el mundo desaparece ante mí, siento aún por mucho tiempo, antes de dormir, su negra masa corriéndose, derritiéndose, arrastrándose como un gusano. La masa para en algún momento y lo olvido, justo cuando pierdo el rastro que va dejando y la pared lo absorbe por completo. La superficie termina por drenar cada una de sus gotas y desaparecerlo. El mundo me abandona, entonces, una vez más...
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11:05 p. m.
miércoles, junio 14, 2006
Borges y yo No recuerdo el primer relato de Borges que leí. Sé, sin embargo, que fue un relato y no un poema ni un ensayo. Mis papás tienen en su casa un par de antologías de él, llenas de muchos cuentos y poemas extraños que no he podido encontrar en otros lugares, aunque no llevo la lista. La lista, en algún sentido, se queda en mis recuerdos con nombres vagos o inexistentes, o con la sensación de alguna escena específica o el humor que me quedó de su lectura. Los leí rápido, encantado, a pesar de mi prejuicio contra todo lo que no conozco, que me ha evitado tantas y tantas lecturas maravillosas que podrían cambiar mi vida una y otra vez. A partir de ello, como es de suponerse, no soy el mismo. Me muevo, hablo, pienso y me alimento como si fuera el mismo, al punto de que nadie notaría la diferencia. Lo cierto es que no soy el mismo, y jamás volveré a serlo.
La lectura de Borges se mete en los huesos y se funde con ellos. Pesa, como todo en el cuerpo, pero se mueve también con el ritmo de los demás órganos o partes de órganos. Soy conciente de que aquellos que conocen a Borges desde siempre no pueden saberlo, pero yo, que fui iniciado, me doy cuenta de cada uno de los gramos que aumentó mi cuerpo después de su lectura, de cada uno de los sueños que ha modificado, de cada sensación de vacío y de asombro, de cada tarde y cada noche suspendida en el tiempo al pensar en él, al releerlo, al sentir que se está un poco más cerca. Soy conciente, en fin, de que aquello que tan profundamente se instala no puede deslizarse más allá, jamás, ni en un millón de años.
Ser conciente no basta. Habría que escribirlo todo o llevar la cuenta exacta de páginas y letras, la interconexión perfecta y detallada de la causa y su efecto. La mera conciencia del efecto se pierde en una sensación general, en una nueva vida conciente pero, a su vez, homogénea; una masa indicernible cuya presencia se impone a sí misma sin ninguna consideración. El color del fondo de la vida salta y se transforma sin proceso alguno: mi vida ya es otra. El miedo sigue, y el infinito abierto frente a mí me atropella tanto como antes, pero mi vida es otra. Soy conciente de ello, pero, ¿de qué me sirve? Borges lo sabía. La tragedia se impone y destruye, pero poco a poco se pierde y ya sólo queda la sensación de tragedia. El avión ha ido y vuelto innumerables veces (innumerables para mí, aunque exista alguien que lo sepa con precisión), se ha ido deshaciendo dentro de mí y sólo queda la sensación de no haber estado sentado dentro de él. Avión, tragedia y libros de Borges son lo mismo y me hacen lo mismo. Mi vida ya es otra; no recuerdo el primer relato, pero sé que lo leí.
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6:57 p. m.
lunes, junio 05, 2006
Sun in my mouth I will take the sun in my mouth And leap into the ripe air Alive with closed eyes To dash against darkness Björk, Sun in my mouth
Sentirse vivo. Cerrar efectivamente los ojos a 80 kilómetros por hora y no pensar en nada, sentir el viento y el pecho que se estira hacia adelante, sin miedo, infinito y valiente. Cerrar los ojos y sentirse vivo, y abrir la boca despacio para recibir el viento que se cuela, refrescante, frío... Cerrar lo ojos y no saber dónde está; saber sólo que se está y que, de alguna forma se va, y que nada es igual a hace un segundo. El cuerpo se deshace poco a poco, al tiempo que se siente en cada momento, como una masa enorme que se condensa en la garganta, o un poquito debajo; un único punto en el que, en cada segundo, se suma más materia, materia pura, informe, como si cada molécula de lo que soy quisiera volverse una con todas las otras. El punto exacto donde está y debe estar el alma, donde debería estar toda la materia.
My Flesh is not my flesh anymore, but it is nobody´s flesh. My flesh, alive.
Will I complete the mystery Of my flesh My flesh
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4:27 p. m.
miércoles, abril 05, 2006
The imp of the perverse
Hace unos años alguien muy querido me enseñó a invocar al diablo. Era relativamente fácil, aunque sospecho que los pormenores del rito habían sido sustancialmente cambiados en aras de la dramaturgia propia de aquél que invoca al diablo y sigue adelante con su vida para enseñar a otros su experiencia, es decir, alguien que ha visto la esencia del mundo y ha vuelto para mostrarla a los demás. Como el tipo ese de la caverna de Platón o un cura cualquiera. El rito consistía en pararse frente a un espejo, de noche, en la más completa oscuridad, prender una vela justo al lado, frente al espejo, y mirarla fijamente por mucho tiempo, hasta que detrás del propio reflejo aparecía ni más ni menos que el mismísimo señor de las tinieblas. El procedimiento, sin embargo, se movía en la ambigüedad de que la aparición podía ser tanto la del diablo como la del alma del que realizaba la operación, pues en la imagen que aparecía se veía, parece, una figura humana muy borrosa, cambiante de expresión, que en algunos momentos se asemejaba terriblemente al sujeto que sostenía la vela misma, el portador del fuego.
Siempre he sido fácilmente llevado al punto del terror absoluto. Recuerdo mis largas y paranóicas caminatas, hace más de 15 años, desde la Luis Ángel hasta mi apartamento en el centro, unas 10 cuadras al norte de la biblioteca, después de haber pasado unas tres o cuatro horas leyendo cuentos de Poe en la sala dos en alguna de las cabinas de lectura individuales que casi nunca se desocupaban. El placer consistía en leer hasta que algún celador con ganas descansar me indicaba que ya era hora de cerrar, antes de las 8 de la noche, y entonces tener que caminar solo, muerto de frío, hasta mi casa, perseguido por los miles de espíritus, cadáveres, espías, asesinos y asesinados sobre los que acababa de leer y que, sabía, no me dejarían en paz hasta hacer girar la llave en la cerradura de mi puerta y acostarme a ver televisión en el cuarto de mis papás. Recuerdo que subir las escaleras era uno de los peores momentos, porque siempre tenía la idea de que era el momento en el que menos opciones tendría para esconderme, controlar la situación o al menos salir corriendo súbitamente en alguna dirección.
Una noche, poco después de escuchar del rito, decidí intentarlo. En realidad no estaba buscando nada; era más bien una especie de apuesta conmigo mismo, una forma de enfrentarme y dominar el miedo terrible que siempre me ha atacado y que no me dejaba dormir en una época. El portador del fuego me miraba con ansiedad; recuerdo, sobretodo, su respiración agitada, sus constantes pero apenas perceptibles miradas hacia mi fuego, hacia aquello que prometía esconderse detrás de una simple vela blanca encendida apenas el tiempo que tarda en comenzar a derramarse la cera a lo largo de su cuerpo. Sus ojos me miraban cada vez más seguido, durante más tiempo, seguros de que algo estaba por suceder, en cualquier momento. De pronto, como si alguien detrás mío la hubiera soplado, la vela se apagó y quedé sumido en la oscuridad total, como el cuerpo sin vida de algún animal que cae en un río, de noche, y comienza a hundirse lentamente.
Jamás he sentido la soledad con tanta intensidad. Jamás me sentido tan fuera de cualquier espacio, de cualquier relación que alguno de mis sentidos pueda llegar a formar con el exterior, de una u otra manera. Jamás me había sentido, hasta entonces, despreciado por la figura que se prometía detrás mío, fuera quien fuera, ni por mi reflejo mismo, ni por la luz, el sonido, el frío... La sensación duró poco; después de algunos segundos sentí el olor del humo que subía desde la vela, un escalofrío, y la sensación de pánico creciente que reemplazaba la tristeza infinita del primer momento. La soledad es una especie de vela que se apaga tras la esperanza de una imagen que está por venir y que jamás llega: la reiteración, absurda, de que detrás del vidrio no estoy ni siquiera yo.
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1:02 a. m.
viernes, febrero 17, 2006
Broken Flowers
No dejo de pensar en Broken Flowers. Le conté a Marta que me parece la película más simple que he visto en mi vida, pero no sé bien qué significa eso, o qué significa, mejor, para alguien como yo el que una película le parezca, simplemente, simple. En primer lugar, tal vez, todo resulta demasiado obvio, pero no como una mala película de suspenso, un misterio fácil de resover desde el principio porque está hecho para seguir siendo misterioso únicamente mientras no se lo considere a profundidad. Lo obvio, creo, está en un lugar distinto, apenas un paso más allá de la mera percepción. Se nos dice, desde siempre, que se trata, por ejemplo, de buscar y reconocer el rosado, y se nos recuerda a cada momento su aparición. Detrás de esa aparición, sin embargo, no parece haber absolutamente nada. El color no está ahí por algo distinto de él mismo, pues su presencia es delatada desde siempre. Cada gesto, cada signo, cada señal que encuentra Don en su rígido viaje hacia su pasado nos llega desde de la pantalla sin ninguna pretensión, sin ninguna necesidad de constituir un rompecabezas enorme que luego tengamos que armar, camino a casa, para entender quién diablos es la madre del hijo de Don, o quién diablos es su hijo. Así, sin la pretensión de una película de misterio, Jarmusch se da el lujo (lujo maravilloso) de presentarnos sus rosados, sus máquinas de escribir, sus letras a mano, sus mujeres, la misma canción de Winston una y otra vez, con una obviedad impresionante, con un intrigante aspecto, me voy a atrever a llamarlo, superficial.
Creo que esta superficialidad, perdonen ustedes, es lo más bonito de la película. Broken Flowers es el relato de un misterio del que se nos dice desde el principio que no existe, a pesar de todos los intentos de Winston por rastrearlo y resolverlo, o al menos por sentar las bases para su solución eventual. Detrás de la carta, detrás de toda la historia, detrás de la vida de este personaje particular proyectado en la pantalla, tanto como de cada uno de los personajes que la siguen frente a la misma pantalla, no hay absolutamente nada. La admirable superficialidad a la que nos enfrenta el director, lo que con cariño traté de llamar simpleza, no es más que el reflejo vacío de una vida cualquiera, el momento preciso e impreciso en el que Don se sienta en un sofá cualquiera, en un momento del día cualquiera, en una casa u oficina cualquiera, o el instante infinito en el que se refleja en sus ojos el gesto de cada una de sus mujeres al reconocerlo, sea cual sea este gesto, por más ambigüo que sea.
La ambigüedad, sin embargo, se podría interpretar como el amplio espectro de todo lo que puede llegar a significar un gesto, por ejemplo, o un color particular, o la respuesta a la frase "¿tienes hijos?". Este espectro no existe, o no al menos en la película de Jarmusch, pues detrás del gesto no hay una respuesta. La simpleza de las imágenes contadas, su belleza, debería ser equiparable únicamente a la simpleza misma de la vida, a los sueños del personaje que son signos de nada. Siento que es precisamente la simpleza lo que resulta tan difícil de esta película; la sensación de pensar que no hay ningún misterio en el misterio. Y si es difícil percibir esta simpleza, ¿cuán dificil puede llegara a ser producirla? ¿Cuán difícil puede llegar a ser Don Johnston?
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7:09 p. m.
jueves, febrero 16, 2006
La boca de mi hija comenzó a oler. Un olor que se enroscaba por las paredes de la casa donde entonces vivía el desdichado ex vigilante del camping de Castroverde. Y mi hija, cuyos hábitos de higiene no permito que nadie ponga en duda, se lavaba la boca a todas horas, al levantrse, a media mañana, después de comer, a las cuatro de la tarde, a las siete, después de cenar, antes de dirigirse a la cama, pero no había manera de sacarse el olor, de extirpar o disimular el olor que el vigilante husmeaba o venteaba como un animal acorralado, y aunque mi hija entre cepillado y cepillado se hacía enjuagues de boca con Listerine, el olor persistía, desparecía momentáneamente para volver a aparecer en los momentos más inesperados, a las cuatro de la mañana, en la ancha cama de náufrago del vigilante, cuando éste en sueños se volvía hacia mi hija para montarla, un olor insoportable que socavaba su paciencia y discreción, el olor del dinero, el olor de la poesía, tal vez incluso el olor del amor. Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, 20
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2:28 p. m.
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